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Me siento desde uno, conmigo
mismo, en el peso lento de las ganas, y en el día que deja de ser veloz para
volverse solo parte de los pensamientos agolpados a los ojos, y parte y sangre
de los rayitos amarillos que le crecen el foco que cuelga del techo. Estoy
tirado en la cama y divago. Caminar es temblar en la cabellera de los vidrios,
donde se chupan los huesitos de los pollos, en los anales de los anuncios
invencibles girando como ventanas viejas en la noche; ese día estaba aquí,
poseído y rabioso como una caja de cartón, como una olla calentando el agua, es
día de los ojos y de amar tanto y de no saber nada ni tener una razón si quiera
para finiquitar las otras degollaciones: la de la sangre, la del viaje, la de nosotros.
El día alita de mosca en mi
frente, el día bus donde sostengo el peso de mi humanidad, y los panes se
amontonan en los carritos que ofrecen desayuno. Y es ágil la espuma que llega y
se va de los paraderos y los barcos recogen a todos los peces que deben viajar
más allá de sus charcos. Se inicia el trayecto por esta pista garganta y el
corazón es un botón escondido en la camisa.
El corazón desgarrado por todo el frío, y
es que la ciudad es un bolero que se abre en los ojos de los que bailan,
todavía, se detienen a observar como el frío sepulta las venas de las frutas, y debajo de la piel respira el río de
la sangre, nosotros, desde huesitos rancios, seguimos a oscuras la ruta salvaje
de la arena, la calabaza que llega a las cosas, aburridos y ojerosos,
malhumorados, seguimos el camino de todos y nos desvestimos frente a la mujer
que soñamos, pero hoy justo hoy. Y ahí es cuando me coge de la mano toda la
ruta, todos las ganas de estar encendidos y de seguir corriendo en la
prolongación de las ganas, de sacarme del pecho ciertas flores de mujer,
albuferas de ojos azules que lloran, que lloran y que no saben que cantando se
van los dolores.
Mirando solo la ciudad que es, ahora, un cerro con muchas casas y escaleras amarillas que llevan a rutas que no conozco.
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