Domingo en casa y otros poemas







1
Domingo en casa, la vida en los suburbios todavía
Una cerveza conduce a otra y lo demás es historia
Por la puerta abierta pasan los vecinos en las mismas transacciones
Una paloma en la pista caliente. La vereda. Los cerros azules.
Un hombre con cara de gruñón y sin polo carga su caja roja de cervezas
Domingo en casa, aún y todavía, aburridamente juntos
La familia es una necesidad nueva
La empatía, aunque no sea tema de conversación, revolotea
La niña pequeña en cama mirando la tele
La infancia frente a una pantalla
En millones de cuartos millones de niñas iguales miran dvds
mientras sus padres y madres beben
Beber domingo en casa, y después prácticamente arrepentirte
de perder el único día libre de la semana
e ir borracho al pasto verde limón donde atardece triste








2
Cuando tenga dinero llevaré a todos a comer ceviche
con chicharrón a Pesquero;
le compraré una nueva dentadura a la abuela
alquilaré el segundo piso de mi casa
empezaré una terapia en el psiquiatra
Quizás terminé jugando monopolio en el suelo
o comiendo galletas de animalitos
remojados en el café con leche
Cuando tenga dinero trataré de engordar y ser
religioso, cortes, elegante
Quizás mis brazos huesudos y venosos engorden,
de la misma manera que mi salud, mi optimismo,
mi idiosincrasia
y se cumpla la promesa de una casa propia
y se ponga de moda mi personalidad

3
Incendios
Los periódicos ofrecen llantos
Rostros en los labios
Una gran foto de una mujer llorando
Los ahorros de 20 años incendiados
Se quemó el techo y la ropa
Cayó una madera y casi mata al perro
La casa de muñecas y la mesa
Las cucharas están también negras
esto no lo dice el periódico
Tampoco lo sabremos nosotros
que nunca compramos periódicos
ni ahorramos dinero ni nos incendiamos
y nos acordamos de otro
a la hora del entierro


4
¿Cuánto te daré por tu diente de leche?
Cincuenta centavos,
quizá un poco más.
El dinero no alcanza, ni para cubrir los sueños.
Pero si lo pones debajo de tu almohada
puede que se haga el milagro.
5

De niños nos leían los cuentos de Esopo
en versiones recortadas. Libros azules, tapa dura.
Edición Océano. La programación del cable
no pasaba la zoología de dibujos nuevos,
y el control remoto era propiedad privada de las telenovelas .
Nos quedábamos en la sala escuchando la voz chillona
de una joven leyendo los cuentos.
Eran unos viejos cassetes blancos.
Se acababa un lado y empezaba otro.

El sillón era nuevo y amplio.
La cera de suelo flameaba. Amarillo suelo.
Los pies se arqueaban y no tocaban el suelo lustrado.
Y todos queríamos volver a escuchar la historia de la hormiga y la cigarra.
La cigarra era nuestra heroína.

Tocaba la guitarra feliz de la vida entre el arqueado y dorado centeno.
El gorro azul –dibujado a trazo suave y con melancolía (o eso
supongo ahora)
– le cubría todo el rostro meditabundo,
que, aunque solo se dedicará concretamente al canto,
era siempre el mismo rostro largo y exangüe.
La hormiga era negra y sudorosa. Doblaba su espalda
cargando una gran nuez marrón.

La cigarra exigía compañía. Después me enteré que todo delirio
es expansivo y para exterminar las pulgas hay que matar al perro
Pero la cigarra no era nada: ni perro ni ser humano. Entonces golpeaba el invierno. Y mi madre llegaba a cambiarnos el cassete al lado B. La siguiente página dibujaba la casa de la hormiga: paredes blancas,
la mesa con el mantel rojo a cuadros amarillos,
el banquete humeando –líneas onduladas y blancas y amontonadas-
Entonces... el fin llegaba... junto a la moraleja, que ahora no recuerdo.
Me caía bien la cigarra. Era buena muchacha la cigarra. Tocaba bajo el sol dorado la cigarra.


Ahora que me voy  a parar un rato a cerrar las ventanas,
sin héroes, sin futuro, sin veranos, sin cassettes, hago venia
al siguiente cuento que me cuenten. 

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